El rumor que se transformó en noticia y en otra mancha para Bailaque
Por Germán de los Santos
Los pasillos de los tribunales federales de Rosario siempre están desiertos. Salir de los despachos amplios, de techos altos, recargados de papeles, parece representar un riesgo de quedar en una intemperie peligrosa. No circulan empleados ni funcionarios, pero sí información.
Desde hace tiempo un rumor circulaba sin rumbo, entre charlas en voz baja. La historia parecía intrincada y, cuando uno la escuchaba, resultaba poco creíble. Ese rumor, en realidad, tenía dos capítulos. El primero decía que en el juzgado federal N°4, a cargo de Marcelo Bailaque, trabajaba el hijo del contador del jefe narco Esteban Alvarado. Como ocurre en esta dimensión, que es la justicia, nadie quería pronunciar el nombre del protagonista.
El segundo capítulo de la “versión” que empezó a circular meses después era que el empleado había pasado a trabajar en el Tribunal Oral Federal (TOF) N°3. Una fuente resumía una costumbre dentro de la justicia federal: “Acá es imposible que te aparten de un cargo. Si te mandaste una cagada salís para arriba. Es decir, te ascienden”.
Uno de los lugares donde menos acceso a la información pública hay en el Estado es en la justicia, aunque esto parezca un contrasentido. Acceder a los listados de empleados por juzgado es imposible sin consultar al área administrativa que está debajo del juez. Y una idea que ya no se usa entre los periodistas es llamar a un teléfono oficial. No se utiliza más porque casi no existen teléfonos analógicos o fijos. Salvo en los tribunales, donde el tiempo va a un ritmo diferente que en el resto del mundo.
El primer paso fue, entonces, averiguar el nombre del protagonista: Sebastián Mizzau es un joven abogado que entró como auxiliar en 2017 en el juzgado de Bailaque. En las redes sociales se lo ve como un joven alegre, que disfruta con amigos de viajes y playas, como cualquier persona de esa edad y con un buen pasar económico. En la justicia federal se gana muy bien y, comparado con el mundo real, hay poca carga horaria en esta jurisdicción, salvo los jueces que exigen a su personal mayor compromiso.
El siguiente paso era confirmar que Gabriel Mizzau, el padre de Sebastián, había sido o era el contador de Alvarado. Recurrí a la memoria de una funcionaria que había sido clave en la investigación que llevaron adelante los fiscales provinciales Luis Schiappa Pietra y Matías Edery. Esa mujer, que sufrió represalias y amenazas muy pesadas de parte de Alvarado, a quien investigó desde el punto de vista económico, confirmó que Gabriel Mizzau había sido el contador del jefe narco. Pero la memoria de esa fuente no bastaba. Había que obtener un documento que demostrara esto. Era necesario buscar en la causa judicial que terminó en la condena a prisión perpetua contra Alvarado. En el expediente figuraban los balances de la empresa Logística Santino, a nombre de Rosa Capuano (ex esposa de Alvarado), que llevaban la firma del contador Gabriel Mizzau. Estaban en dos carpetas del cuerpo 40. También había una certificación del Consejo Profesional de Ciencias Económicas que avalaba que Mizzau era contador. Este caso muestra el deshilachado rol de los colegios de profesionales, que se transformaron en entes de recaudación pero no ejercen ningún tipo de control sobre los profesionales del rubro.
La información comenzó a tomar otra contextura de la que aportaban los pasillos. Esos documentos confirmaban que Mizzau había sido, por lo menos entre 2015 y 2018, contador de una empresa del jefe narco.
Entonces una mañana llamé al teléfono fijo del TOF 3 y pedí hablar con Sebastián Mizzau. Atendió una secretaria que dijo que era imposible pasarme al interno, porque el teléfono estaba descompuesto. Me pidió el nombre y número de celular. “Necesito hacerle una consulta periodística al doctor Mizzau, de parte de Germán de los Santos, periodista”, agregué cuando la mujer, muy atenta, me pidió el motivo de la llamada.
De esa manera tan básica y simple había logrado confirmar la madeja de rumores que circulaban desde hacía meses por los pasillos. La secretaria corroboró que Sebastián Mizzau trabajaba en el tribunal oral. Pero eso no era nada. No servía aún para publicar la información.
Una hora después, Sebastián Mizzau me llamó al celular. Le aclaré que necesitaba hacerle una consulta periodística y de esa manera quedaba en claro que esa conversación no era en off the récord. Parecía nervioso, pero accedió. Le pregunté si era hijo de Gabriel Mizzau. Me respondió que sí. Hizo lo mismo cuando le consulté si su padre era contador. Luego, le pedí que me contara, si quería, cómo había ingresado a la justicia federal y cuándo. Explicó que entró a trabajar de auxiliar en el juzgado federal N°4, en un principio, y que luego, por su buena perfomance en el trabajo, pasó a ser sumariante, instancia en la que dejó de ser contratado para ser empleado en relación de dependencia.
La penúltima pregunta fue si había trabajado en la causa que tenía a Esteban Alvarado como principal acusado de narcotráfico. Dijo que sí. La última fue la principal: “¿Tu padre es contador de Esteban Alvarado?”. “Eso no lo sé”, contestó.
La voz del joven denotaba algo extraño: sabía que estaba en un problema, pero no podía esquivarlo. Era una colisión que era imposible de evitar. Aunque lo parezca, en esta historia no hay ingenuos, sino protagonistas sagaces que disfrutan del dinero y el confort que derraman de estos compromisos. También hay riesgos.
La pregunta que surgía tras esta confirmación era algo ridícula, pero necesaria: ¿Era un delito que el hijo del contador de un narco trabajara en el juzgado que lo estaba investigando? La respuesta era “no”. Era una cuestión ética. Una falta de decoro que se utilizó como justificación para la destitución de otros magistrados.
El error recaía en enfocar esta trama en una cuestión delictiva. Es posible que este joven abogado no haya incidido en la investigación contra el jefe de su padre. Podía pensarse que quizás su misión no fuera torcer la causa en favor del jefe narco, sino pasarle información privilegiada que constaba en el juzgado. Pero no importaba si nada de esto hubiese ocurrido. El problema no era Sebastián Mizzau, sino el juez Marcelo Bailaque, que lo había hecho ingresar a su juzgado. Ese era el punto, el foco debía estar ahí.
Para ir en ese sentido había que hablar con el magistrado, después de que se confirmaran dos datos clave: que Gabriel Mizzau era el contador de Alvarado y que su hijo ingresó a la justicia de la mano del juez.
El contexto era particular. Bailaque empezaba a atravesar el camino de lo que se llama técnicamente como “trámite disciplinario” en el Consejo de la Magistratura de la Nación. La causa era justamente por su actuación en la causa de Alvarado. La sospecha tenía que ver con que el juez tardó más de siete años en procesar al jefe narco. Esto quedó expuesto en un testimonio que brindó en el juicio ante los fiscales Luis Schiappa Pietra y Matías Edery, el exjefe de la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA) en Rosario, Emilio Lencina.
Lencina contó que a partir de 2012 envió 14 informes de inteligencia al juzgado sobre actividades de tráfico de drogas de Alvarado. En uno de esos archivos había un video de una avioneta que tiraba bultos en un campo en el límite entre Santa Fe y Córdoba. La aeronave estaba registrada a nombre de la hermana de Alvarado y tres años antes había sido identificada por el comisario Carlos Lemos, que informó a sus superiores y parece que nadie le dio ni la hora.
Llamé a Bailaque y le pregunté si Sebastián Mizzau había trabajado en su juzgado. Alcancé a decirle que era el hijo de Gabriel Mizzau, que era contador de Alvarado. No hubo forma de seguir con las preguntas porque el magistrado fue tajante: “No voy a hacer declaraciones”.
Algo ocurrió. Media hora después, el juez cambió de opinión. Envió un WhatsApp en el que proponía un encuentro urgente. “En una hora en el bar del Laguito” del parque Independencia. Accedí, por supuesto, pero me quedé unos minutos desconcertado. ¿Por qué había cambiado de opinión?
Fui unos minutos antes al bar de El Laguito para elegir el lugar. Me senté en una mesa de afuera. No había mucha gente. Era una tarde soleada, pero fresca, con un poco de viento. Bailaque llegó puntual, vestido con ropa sport, un buzo de polar, jean y zapatillas. Llevaba puestos unos anteojos con cristales azules deportivos. Con esas gafas aparecía en varias fotos que Mizzau había subido a su perfil de Facebook. Eran imágenes que mostraron momentos de distensión, de amistad, de disfrute.
La primera frase la largó el juez, que pareció como una especie de catarsis. “Cuando me dijiste que Mizzau era contador de Alvarado me quería morir. No lo puedo creer”, advirtió. Era desconcertante esa frase. Una cosa es negar la información o admitirla como un error, pero decir que desconocía eso era algo extraño. Era una forma de subestimar a quien tenía enfrente. Ocurrió algo aún más llamativo. Bailaque contó que Gabriel Mizzau era su contador personal. Lo reveló antes de que se lo pregunte.
“Es un marginal, un contador de poca monta. Me lleva las cuentas porque le quise dar una mano. Fuimos compañeros de la secundaria en la Dante Alighieri. Es un tipo al que yo consideraba mi amigo”, reveló.
La conversación duró más de media hora. Unos días después la información salió publicada en el diario La Nación y en Aire de Santa Fe, como así también en la web Letra P. Después la reprodujeron los medios más importantes a nivel nacional y de varias provincias. Pero esa noticia no generó interés en los medios de Rosario, donde el fenómeno del abordaje periodístico del crimen organizado tiene enfoques editoriales que no tienen que ver con la mirada y el olfato de los periodistas, sino de los dueños de esas empresas de comunicación.
Diez días después de la publicación, la Procuraduría de Lavado de Activos (Procelac) intentó allanar el estudio contable de Mizzau. Lo extraño fue que en el domicilio que figuraba en el registro Consejo de Ciencias Económicas no existía ninguna oficina contable. Al segundo día los agentes de la Policía Federal finalmente encontraron el estudio de Mizzau: quedaba en la misma cuadra, pero la dirección era otra. Fue una maniobra simbólica. Qué información comprometedora podrían hallar los policías después de que este trámite estaba más cantado que el himno. Lo más extraño de todo era que el allanamiento había sido pedido al juez Bailaque, que se excusó de intervenir.
La violencia en Rosario tiene una explicación más allá de los protagonistas de los grupos criminales rústicos, repletos de sicarios y soldaditos semianalfabetos, “fungibles”, como se dijo en un juicio. El dinero que acumuló Alvarado durante los años que nadie lo investigó es una parva gigantesca. En ese lapso compró a través de testaferros 42 propiedades. Incluso le dio casa a los jefes policiales que lo protegían, como Javier Makhat, jefe de la Policía de Investigaciones que vivía en Condominios del Alto, donde también usaba una cochera para guardar una camioneta Jeep. Empiezan a aparecer, como ocurrió en este caso, nombres de gente relevante que no solo tiene las manos manchadas de sangre, sino cuentas engordadas con la plata narco. Esto rubrica algo que en su alegato dijo el fiscal Schiappa Pietra: “El crecimiento de Alvarado no se puede explicar sin la protección del Estado”.
Excelente tarea de investigación, impecable la narrativa y como inteligentemente desntrañaste la maraña de complicidades!
Hay que limpiar el poder judicial de los corruptos!
Párrafo aparte, como contadora, estoy de acuerdo que al CPCE de Rosario, solo le interesa recaudar; tienen cero control sobre los matriculados.
Te sigo desde hace años Germán, sin tu letra y tu palabra conoceríamos muy poco de estos entramados, tengo tus libros, gracias por tanta claridad, compromiso y profesionalismo. Te conocí en Vinculo, en una presentación de un libro de Horacio Tabares, trabaje con él algunos años. Gracias.