Marine Le Pen | Si te dicen que caí
La política francesa, que vistió su extremismo de derecha con una epidermis republicana para llegar a las puertas del poder, fue inhabilitada a participar en las próximas elecciones.
La tiranía totalitaria se edifica sobre las faltas de los demócratas.
Albert Camus, Combat, diciembre 1944
Uno
¿Es Marine Le Pen una mujer con mala fortuna? No lo parece a primera vista. Sin embargo, en el ala freudiana del entorno del presidente Emmanuel Macron se habla de autosabotaje desde que en las elecciones presidenciales de 2017 perdió el debate con su contendiente. Horas antes, mientras preparaba ese encuentro decisivo, su mirada se nubló y comenzó a sufrir fuertes dolores de cabeza. Los médicos le diagnosticaron una migraña oftálmica pero la candidata no rehuyó el combate dialéctico. Los insidiosos macronistas ven la sombra paralizante de su padre, que perdió el uso del ojo izquierdo en 1965.
Ocho años después, hombres de Estado al fin, ven solo el peso de la ley cuando, en la mañana del 31 de marzo pasado, fue declarada culpable en primera instancia a cuatro años de cárcel -dos de ellos en prisión- y a cinco de inhabilitación con efecto inmediato por malversación de fondos de la Unión Europea, como un nuevo estigma que detiene su posible acceso a la presidencia, ya que hoy encabeza todas las encuestas para las próximas elecciones.
En Argentina puede que este delito se aprecie como una variante de la figura de los ñoquis políticos pero Francia le da un toque pragmático a la acción ilícita. No se trata de, simplemente, cobrar un salario el día 29 de cada mes. En este caso, durante doce años, un grupo de empleados de la primera línea del partido recibían sus sueldos del Parlamento Europeo donde constaban como asistentes parlamentarios pero trabajaban en suelo francés. La cifra malversada supera largamente los cuatro millones de euros.
Así las cosas, se vuelve a poner cuesta arriba la carrera de la líder ultraderechista ya que es improbable que las apelaciones se resuelvan favorablemente antes de las elecciones. Claro que, para alguien como ella, una corredora de fondo, esto no significa que vaya a pasar a un segundo plano. Su larga trayectoria, que comenzó en los brazos asfixiantes del padre, le da alas
Dos
La mansión donde vivía Jean-Marie Le Pen se encuentra en Saint-Cloud, al suroeste de París, sobre unas colinas desde las que se domina una panorámica de la ciudad en la que sobresale la torre Eiffel. Son las vistas que acaparaban la atención de los visitantes en el despacho que utilizaba el anciano, en la primera planta de su palacete, pero no por ello pasaba desapercibido, entre las maquetas de barcos, las pequeñas estatuas y los retratos, un gran calendario con la efigie de Vladimir Putin.
De esa casa -en un barrio exclusivo, cerrado y de pocas fincas donde nació y vivió buena parte de su vida Marie Bonaparte, sobrina del emperador y psicoanalista que dio cobijo allí a Sigmund Freud en su viaje al exilio hacia Londres en 1938- Marine Le Pen huyó cuando el dóberman de su padre mató a dentelladas a su pequeña gata bengalí. El ensayista Michael Eltchaninoff, en su libro Inside the mind of Marine Le Pen, cuenta que cuando acudió a Saint-Cloud a entrevistarse con Jean-Marie Le Pen, el guardia de seguridad que le abrió la puerta estaba acompañado por un dóberman. El visitante le preguntó si el perro tenía la costumbre de morder o comer gente; el hombre, impasible, respondió: «Depende de la persona».
No pocos sustos le dio Jean-Marie a su hija Marine, quien además le reprochó a su padre haber recibido una pobre formación cultural, como ella misma reconoce en sus memorias, limitada solo a una educación ética y moral y ninguna intelectual. Hay cierto desdén en la afirmación, pero también una distancia calculada con el progenitor. Una vez fue sorprendida al no saber de qué se le hablaba al mencionarle la Marcha sobre Roma. Tal vez no lo supiera o quizás no lo quería saber. La misma ambigüedad que la ha llevado a plantear que no es de derechas ni de izquierdas.
Tres
Hace cuarenta años, el 13 de febrero de 1984, Jean-Marie Le Pen era un político de ultraderecha apenas conocido en Francia y la plantilla del Frente Nacional cabía en un pequeño apartamento de la rue Bernoulli de París. La noche de aquel día, Le Pen fue invitado al programa político L'Heure de vérité, el de mayor audiencia entonces en la televisión francesa, y se explayó, como era su costumbre, sin pelos en la lengua, sobre racismo y antisemitismo, recordó que mientras su nombre estaba inscrito en los monumentos de guerra, el de Georges Marchais, el entonces líder comunista francés, sólo figuraba en las nóminas de las fábricas de Messerschmitt, en Alemania. Se refería al lugar de trabajo de Marchais, mecánico de oficio, antes de la caída de Francia. Estas soflamas se habrían eclipsado para siempre entre los rayos catódicos, pero impactaron aquella noche porque Le Pen, en el transcurso de su intervención, protagonizó un gesto mediático de vanguardia, un recuerdo del futuro de Donald Trump. Tomando por sorpresa al presentador, se puso de pie en el set y pidió un minuto de silencio por los muertos en el Gulag y contra la dictadura comunista. Todos en el estudio quedaron atónitos. El resto de Francia, también. Ese día empezó la carrera real del Frente Nacional, que alcanzó su máximo punto en la primera vuelta de las presidenciales en 2002, logrando el segundo lugar por delante de los socialistas, antes de que Marine Le Pen tomara las riendas del partido para transformarlo en la actual Agrupación Nacional.
Cuatro
Marine Le Pen perdió el debate presidencial de 2017 –ya sea por la migraña o por un autoboicot– frente a Macron y volvió a sucumbir en 2022 en el mismo escenario y contra el mismo candidato, pero en este último enfrentamiento exhibió un salto narrativo. La conductora de Agrupación Nacional, aquella noche del último debate, dejó claro que ya no quería implosionar explícitamente la Unión Europea sino reformarla para defender que los franceses puedan trabajar en Francia. Tampoco entró ya en el negacionismo climático, limitándose a denunciar una «ecología punitiva» que ejerce, sostuvo, una gran violencia sobre las clases medias y bajas, argumento que siguió calibrando hasta concebir una suerte de ecosistema intramuros: «ecología patriótica». Marine no deslumbra y su pasado como estudiante de derecho con reputación de clubber y militante del GUD, un grupo de extrema derecha estudiantil francés, pesa a la hora de medirse con un cuadro brillante como Macron pero no se detiene: su narrativa está en mutación constante y, lo más importante, lee el tejido social y las audiencias. Al terminar el debate le señalaron que su perfil había sido mucho más amable que en encuentros anteriores. «Nos portamos mejor», respondió sin ahorrar ironía.
Cinco
Marine Le Pen no interroga a Macron sobre la franja ideológica por la que el presidente circula. Siendo economista e intelectual, incluso exbanquero, proveniente del socialismo más laxo, Macron no podría responder si es de derechas o de izquierdas ni las dos cosas a la vez, pero Le Pen no lo pregunta porque ella misma ha ido desdibujando el relato ultra heredado del padre para proponer una síntesis que no es superadora pero sí productora de votos. Sustituir el lema que utilizaba el viejo partido, «preferencia nacional» como arma retórica xenófoba, por «prioridad nacional», sintagma que pretende poner a los franceses primeros en la fila a la hora de atender los reclamos básicos, forma parte del lifting sobre el mismo rostro. Ya no se le oye hablar de «lucha contra la inmigración» sino de «tomar conciencia sobre la cuestión migratoria», lo cual, como expresaba en una canción Silvio Rodríguez, no es lo mismo pero es igual.
«Ni de derechas ni de izquierdas, franceses», deja caer cuando le mencionan la matriz ideológica de la que proviene y mantiene oculta a través de un trampantojo narrativo, razón por la cual avanza sin pudor en el campo cultural de la izquierda, pero no asumiendo la libertad del modo que lo hace Javier Milei en Davos -profiriendo exabruptos- sino, por ejemplo, citando a Jean Jaures porque «desde la izquierda traicionó al FMI y a sus vecinos chics», o a la némesis de su padre, el general De Gaulle, en quien ve a su predecesor: «alguien capaz de volver a poner de pie a Francia». Menciona en sus intervenciones a Hannah Arendt -con lo cual intenta neutralizar el perfil antisemita del antiguo Frente Nacional-, a Jean Cocteau para nublar su pasado homófobo, o a René Chair para diluir el recuerdo de Vichy. Está claro que, como declaró al salir del debate, se porta mejor.
Seis
Eltchaninoff rescata en su libro un discurso que pronunció en 2011 en la ciudad de Metz: «Ustedes, hombres y mujeres de izquierdas, miren lo que han hecho con sus esperanzas. Miren en lo que se ha convertido la izquierda, que se suponía que nos iba a traer el progreso, a apoyar a los débiles, a defender a los que trabajan, a los que luchan, a traer un futuro mejor. Han abandonado todo eso, lo han enterrado. Hoy han sido corrompidos hasta la médula por el dinero y por el poder». No está muy lejos de lo que Myriam Bregman afirmaba de los kirchneristas.
Hay más. Ese mismo año, en un mitin en París: «Libertad es cualquier cosa menos ultraliberalismo. Ellos llaman libertad al zorro en el gallinero, la ley de la jungla, la ley del más fuerte contra el más débil». No es un ataque a los libertarios, es la narrativa para acelerar el conflicto entre la gente y las elites. El antielitismo, en el imaginario de Marine Le Pen, debe unir a la gran mayoría de los franceses. Y en esa cruzada no hay parcelas ideológicas. He aquí otro modo de cultivar el campo semántico de «prioridad nacional».
Siete
La escritora y periodista Florence Aubenas recorrió las pequeñas poblaciones rurales para pulsar el ánimo de la gente ante las elecciones legislativas del año pasado y publicó una serie de reportajes en Le Monde. En Bourges, una ciudad de 60.000 habitantes en la zona central del Valle de Loira, Nicolas Malin, un joven informático en licencia sin goce de sueldo, volvía disgustado de repartir folletos del Nuevo Frente Popular de la izquierda por el campo: «Me han escupido, y eso que soy de la zona», lamentó. En esa localidad, el año pasado, se registró un 30 por ciento más de precarios, incluidas parejas con dos sueldos: «La gente se acerca a nosotros para hablar de sí mismos más que de política, sólo quieren que los escuchemos», reconocía Nadia Nezlioui, de 56 años, teniente de alcalde socialista.
En 2018 Aubenas escribió otra crónica, también para Le Monde, donde describía el día a día de la revuelta de los chalecos amarillos en el interior de Francia, a lo largo de una semana en la que convivió con ellos. Los manifestantes estaban organizados en acampadas instaladas en las rotondas de las autovías que cruzan el interior del país, en los puntos donde están ubicados los supermercados y las estaciones de servicio. Buena parte de los chalecos amarillos son desempleados y quienes conservan aún el trabajo, lo tienen a varios kilómetros de su casa, de la escuela de los niños, de los servicios sociales y, por supuesto, de los centros de abastecimiento. Un hombre confesaba algo que se podría escuchar en cualquier ciudad argentina: «Hoy es día 8 y ya hemos gastado el sueldo que nos ingresaron el último día del mes anterior». Cuenta Aubenas que el precio del combustible se puede leer en lo alto de las gasolineras y su variación es seguido por los manifestantes del mismo modo que los inversores atienden las fluctuaciones del índice Dow Jones.
Marine Le Pen llega a esta gente y, para ganar voluntades otrora progresistas, ha cambiado la piel radical por una epidermis republicana. La operación que ha emprendido da la espalda a la corriente disruptiva: en lugar de echarse al monte retórico como Mateo Salvini, Donald Trump o Milei, tiene que ganar París y sabe que esto bien vale una misa republicana.
Ocho
¿Cuál es la hendija por la que se cuela Marine Le Pen y se convierte en una alternativa válida para los franceses? El último gobierno socialista protagonizó su propio ascenso al hoyo cuando François Hollande ganó la presidencia para perderla y provocar la práctica desaparición de su partido. Antes de aquel triunfo, en el año 2012, se publicó un libro con una conversación entre Hollande y el filósofo Edgar Morin. Hollande exhibía en el diálogo su convencimiento del poder de la política y Morin depositaba en el candidato, justamente, la posibilidad de llevar adelante un gran proyecto, una nueva política que reivindicara el rol de Francia y su capacidad de intervenir en la historia. Casi nada. Tan solo un año después, en una entrevista que publicó infoLibre, Morin ya se muestra escéptico. «No lo doy por terminado», dice, «Sigo esperando» pero no por eso deja de ser lapidario: «El presidente Hollande, que ha crecido en el seno del Partido Socialista, proviene de una formación que ha perdido su pensamiento, heredado de los grandes reformistas de principios del siglo».
Nueve
En Le Bourg, un pueblo occitano que no llega a 300 habitantes, Florence Aubenas recoge el testimonio de un joven de 32 años. No da su nombre, pero cuenta que tienen una pequeña granja con unos pocos socios y que son todos de izquierdas. Dice que se acercó al socialismo hace unos años y se lamenta: «Empecé el quinquenio de François Hollande con un poco de esperanza y acabé gaseado en las manifestaciones contra las leyes laborales de [Miriam] El Khomri [exministra de Trabajo socialista]».
¿En qué difiere el desplazamiento de Mariane Le Pen desde la derecha radical al republicanismo con las gestiones de Hollande, Tony Blair o Gerhard Schröder parapetados en los valores socialdemócratas, pero promoviendo las duras políticas neoliberales? Otra vez Silvio Rodríguez: no es lo mismo pero es igual.
Más allá de toda su narrativa moderada, quienes salen en su defensa ante la imputación de la justicia francesa son los jinetes del apocalipsis: Trump, Elon Musk, Vicktor Orbán; el líder de la ultraderecha española Santiago Abascal y nada menos que Vladimir Putin. El comunicado del Kremlin es breve y contundente: “Cada vez más capitales europeas siguen el camino de la violación de las normas democráticas”.
Puede que Marine Pen, al heredar la mansión de su padre, se haya deshecho de los dóberman, pero hay algo que sin duda se debe haber llevado no muy lejos de allí, a su mansión rodeada de muros en La Celle-Saint-Cloud: el calendario con la efigie de Vladimir Putin.