Transatlántico | Crítica de la emoción práctica
Un perfil sobre la corona española. Desde la dictadura franquista a la democracia que parió la transición. Los roles de Estado de Sofía y Letizia y el legado en la princesa Leonor.
Ninguno ha llegado aquí que no haya sido inmolado.
Eurípides, El Cíclope.
Uno.
Al dictador español Francisco Franco le gustaba la pesca. A bordo del Azor, el buque recreativo con el que navegaba por el mar Cantábrico, en una ocasión capturó una ballena de 20 toneladas, según comunicó entonces el servicio de prensa oficial pero, al divulgarse la fotografía, los medios de la época lo disminuyeron de categoría llamando a la pieza cachalote y, finalmente, el Ministerio de Información volvió a corregir el disparate al denominarlo, simplemente, un cetáceo.
En el Azor, Franco no solo pescaba. Frente a la costa de San Sebastián recibió a bordo a Juan de Borbón, heredero de la corona de España, quien se trasladó hasta allí desde Francia en un velero. Según cuenta con detalles el historiador Paul Preston, en ese almuerzo se pactó que el primogénito Juan Carlos completaría en España su educación bajo la tutela de Franco. De esta forma, el dictador pescaba dos piezas con un solo anzuelo. Por un lado, asumía el rol de regente –desplazando a Juan de Borbón– y, por otro, desactivaba una eventual salida democrática entre los monárquicos y los socialistas.
Ese barco, el Azor, ha sido reconvertido en una pieza de arte ya que el artista Fernando Sánchez Castillo, después de reducirlo a un prisma de chatarra, le ha otorgado un significado nuevo1. Después de la muerte de Franco y antes de este final como parte de una colección de arte, el rey Juan Carlos navegó en el Azor y, en 1985, el entonces presidente Felipe González pasó abordo unas vacaciones con su familia. Seguramente, timón en mano como gustaba fotografiarse el dictador, el líder socialista habrá desgastado uno de los habanos que recibía regularmente, acompañados de una nota personal, por parte de Fidel Castro.
No deja de ser curioso que, algunos años después, muerto Franco, fueran el rey emérito y un expresidente socialista los dos únicos visitantes oficiales del lugar del crimen.
Dos.
No solo detrás de los cetáceos iba el dictador. Durante el año se tomaba también algunas semanas para pescar el salmón en el río Narcea de Asturias, tal como consta en el riguroso diario que llevaba su primo y secretario privado, el teniente general Francisco Franco Salgado-Araujo, quien dejó constancia de su actividad tanto pública como privada, transcribiendo además, las conversaciones que mantenían en sus encuentros matinales.
Así, se puede leer que el 25 de mayo de 1963, el día siguiente a su regreso de una excursión de pesca, Franco comenta con su primo un acto de apoyo al Movimiento Nacional, el único mecanismo de participación política permitido por la dictadura, en el que confluyeron Javier de Borbón-Parma en compañía de su hijo Carlos Hugo y el joven matrimonio formado por los príncipes Juan Carlos y Sofía de Grecia.

Javier de Borbón-Parma lideraba la opción carlista para heredar el trono de España, una línea tradicionalista que pretendía ser reconocida como sucesora de la corona, desde un acérrimo antiliberalismo, la tradición nacionalista y un cristianismo medieval. Como se puede inferir, eran todas cualidades ante los ojos de Franco pero el dictador era proclive a escribir su propia historia y dibujar con mano férrea su linaje.
Escribe en su diario Franco Salgado-Araujo que el dictador le comenta que, al salir del teatro, Juan Carlos y Sofía se cruzaron con un grupo tradicionalista que dio vivas al rey Javier. Dice Franco: “Los inspectores de escolta de los príncipes, pertenecientes a la Casa Militar mía, le indicaron la conveniencia de esperar en el hall a que salieran los perturbadores; S. A. el príncipe se negó y salieron, repitiéndose los gritos de vivas al rey Javier. Una vez dentro del coche, les rodearon repitiendo estos vivas, a lo que Don Juan Carlos contestó diciendo: ‘¡Viva!’”. Salgado-Araujo, entonces, apunta que le han informado que después del grito del príncipe, Sofía le dijo a su marido que hubiera debido contestar con un “¡viva Franco!”. “El Generalísimo –escribe Salgado-Araujo en el diario– se ha sonreído ante esta información mía, que le ha agradado y que comenta diciendo: La princesa, como te había dicho, es sumamente inteligente”.
Sofía de Grecia, como no podía ser de otro modo, es la mujer que le asignó el dictador y no otra.
Tres.
Un año antes del episodio que narra Salgado Araujo, durante la luna de miel de Juan Carlos y Sofía, navegando por el mar Egeo en el yate Eros, en una de las escalas antes de viajar a Roma, el príncipe Juan Carlos se topó con una delegación del Consejo Privado de su padre para comunicarle que renunciara a la tutela de Franco y que fijara su residencia fuera de España.
Juan de Borbón, al parecer, quería romper el acuerdo alcanzado con Franco a bordo del Azor y recuperar su acceso al trono.
La periodista Pilar Urbano, en la biografía del rey Juan Carlos, dice que la princesa Sofía estuvo presente en la reunión y que le expresó a su marido su conclusión del encuentro: “Políticamente, estás solo. Peor que solo: los tienes en contra”. Días después, ya en Roma, llegó desde Madrid una delegación oficial que los acompañaría a la audiencia con el papa Juan XXIII. Juan Carlos comentó a los integrantes de esa delegación sobre la reunión que había mantenido con los emisarios de su padre en la que le exigieron que no visitara España. El duque de Frías, jefe de la Casa del Príncipe, les dijo: “Franco les espera en El Pardo”. Con la excusa de que Juan de Borbón se encontraba navegando y con la falta de certeza de los puertos en que amarraría, la princesa Sofía, según cuenta Urbano, resolvió la situación: “no lo consultes ni lo ocultes: dáselo hecho”. Así fue como, con el aval que obtuvieron de las reinas Victoria Eugenia, abuela de Juan Carlos, y Federica de Grecia, madre de Sofía, la pareja voló a Madrid.
Paul Preston cuenta que Juan Carlos le confió entonces a su ayudante, el coronel Emilio García Conde: “Esto va a ser la ruptura con papá”. Lo cierto es que fue el comienzo de la intervención activa de la entonces princesa Sofía, en la estrategia política de su marido que culminaría con la coronación de Juan Carlos I.
Ella fue la principal arquitecta del encumbramiento de su marido y testigo posterior de una caída que parece no terminar nunca.
Cuatro.
En sus largas conversaciones con Pilar Urbano, la reina Sofía asegura que ni ella ni el resto de la familia estuvieron presentes en la grabación del mensaje del monarca la noche del 23-F, tras el frustrado golpe de Estado de 1981 que pretendía interrumpir el proceso democrático. “Lo vimos en televisión como el resto de los españoles”, sostiene la reina.
Sin embargo, la escritora Pilar Eyre en su biografía de Sofía de Grecia aporta otra fuente, las notas manuscritas de un amigo íntimo del rey Juan Carlos, Manuel Prado y Colón de Carvajal, que esa noche estuvo en la Casa Real junto a los reyes, y que escribe: “Mientras se grababa el discurso, la reina lo miraba sentada en un sillón”. Por su parte, Paul Preston afirma sin dudar: “La Reina y el príncipe Felipe estuvieron presentes en todo momento”.
En ese breve discurso, de un minuto y veintiséis segundos que da el rey aquella noche a los españoles, se concentra una narrativa que le sostiene como eje de la Transición, guardián de la democracia frente a una insurrección de las fuerzas armadas, relato que se va degradando hasta un epílogo –otra pieza breve– en la que pide perdón a la teleaudiencia treinta años después. Esa vez sí, la reina estuvo ausente.
Cinco.
Cuando en 2003 el príncipe Felipe y la periodista Letizia Ortiz comparecen ante la prensa por vez primera para anunciar su relación, Felipe, además de abundar en el compromiso de la pareja con España y la institución, antepone un hecho al que da la mayor importancia en su relato: el amor. Para que no haya dudas, enfatiza ante todos: “lo enamorado que estoy de Letizia”. Es de esperar, al menos en la convención, que la primera razón del vínculo en una pareja sea el amor. Dando esto por descontado, lo usual es que en una escena como la mencionada el peso del discurso esté colocado en el significado institucional y no en el emocional. No fue así y se comienza a escribir de este modo un relato sentimental.
Letizia Ortiz abandonó un set de televisión para hospedarse en palacio en tiempos en los que las audiencias eran capitalizadas por el reality show y el que lideraba en aquellos días todas las mediciones era el programa vespertino Sálvame, que seguía las aventuras y desventuras de una mujer que había sido abandonada por un torero, cambiando el cortijo donde vivían para instalarse en un estudio de Telecinco, el canal de Berlusconi (sí, también en España).
¿Qué conexión o contradicción puede haber entre estas dos situaciones?
Estábamos, entonces, temporalmente a un paso de ver como la Casa Real se convertiría, a su vez, en el set de un reality show con secuencias en cadena: el safari del rey en Botsuana con su amante Corinna Larsen, que un inesperado accidente hace que la relación (con foto de un elefante abatido junto al monarca aferrado a un rifle) tome estado público; el fraude fiscal de Juan Carlos a Hacienda; el caso Nóos que lleva a la cárcel a su yerno, Iñaki Urdangarin. Y la lógica abdicación ante esta cadena de despropósitos y su posterior exilio en Abu Dabi.
No cabe duda de que Letizia Ortiz –aunque no se cuenten con fuentes serias como las de Pilar Urbano o Paul Preston que nos hablan de los pasos de la reina Sofía– ha colaborado activamente en la modificación de esa grilla de programas desafortunados, recortando el tamaño de la Familia Real a su mínima expresión y planteando nuevas narrativas. No es poca cosa. Quizás una escritora hubiera hecho un mejor trabajo –crear el relato del que carece la actual monarquía española–, pero ante los acontecimientos de palacio, se trataba, al menos, de ordenar y corregir las desmesuras de un folletín.
¿Qué más le podrían pedir a Letizia, una profesional que desde la emoción intentaba narrar la fortaleza del amor y en muy poco tiempo descubrió que, como en el famoso verso de Borges, a ella y a su marido les unía solo el espanto?
Seis.
Teniendo en cuenta que el cuerpo social que los contenía cuando asumieron la corona se movía en el marco del revolucionario15-M que terminó con el bipartidismo en España, y pensando que el perfil de Letizia Ortiz, la nueva princesa, estaba escrito en un margen de las páginas monárquicas –mujer independiente, periodista, progresista y divorciada–, el paso adelante para construir otra narrativa también debía buscarse en los nuevos márgenes ya que el centro cedía, por ejemplo, ante Podemos, el partido de la izquierda emergente. Pero eso no era posible: no había llegado a palacio para desmontar la institución.
La situación reclamaba otro foco. Letizia Ortiz estaba encasillada como un personaje de Giuseppe Lampedusa. En El gatopardo, la genial y única novela del autor siciliano, el príncipe Salina, ante la inestabilidad generada por la revolución de Garibaldi, no ve con malos ojos que su sobrino Tancredi se case con la hija del alcalde, un plebeyo de poca cultura, pero de una inmensa fortuna obtenida del negocio inmobiliario. A pesar de su trasfondo existencialista, la novela es popular por su planteo político: modificar algo para que nada vaya a cambiar. Por otro lado, al final de cuentas, ya lo dijo antes Stendhal: el deseo del noble no se proyecta dentro de la corte, sino que desciende a la plebe, al banquero, al empresario. ¿Quiénes son sino los que reciben al rey Juan Carlos cada vez que visita España haciendo un paréntesis en su exilio árabe?
Sin embargo, la reina Letizia, a pesar de los malos augurios, como señala Martín Bianchi Tasso en su ensayo Letizia en Vetusta, cuenta con un “cierto consenso en que es uno de los activos más valiosos de la Corona”. Así como Podemos acabó consolidando al PSOE en lugar de hacer un sorpasso por la izquierda, Letizia robusteció a la monarquía. La diferencia es que la agrupación de Pablo Iglesias está bajo mínimos y Letizia, al contrario, está proyectando a su hija Leonor en un rol impensable hace años: la reina plebeya ya no narra en los márgenes, está escribiendo en una página central el futuro de la Corona.
Siete.
La reina Isabel es un paradigma en el que se monitorean las monarquías europeas, sobre todo, cuando necesitan respiración asistida. Reinó siete décadas sorteando todo tipo de obstáculos, quizás el mayor cuando murió Diana Spencer y el único salto que dio al vacío, fue en la apertura de los Juegos Olímpicos de 2012 en Londres, cuando simuló lanzarse en paracaídas junto a James Bond sobre el Estadio de Stratford. No dejó un solo folio sin escribir a lo largo de su prolongado reinado. Es más, no lo dejó de hacer incluso después de muerta.
Cuando su salud ya se deterioraba sin remedio, Isabel II decidió abandonar Buckingham e instalarse en el Castillo de Balmoral, su residencia estival y sitio predilecto. A partir de esta afinidad la Casa Real británica comunicó que se trataba de una elección íntima de Isabel. Sin embargo, se convirtió en el último gesto político de una figura que no dejó, en ningún momento, incluso desde el más allá, de marcar con su impronta la agenda política del reino. No solo el deceso se produce allí, en Escocia, sino que el largo peregrinaje de sus restos cruzó ese país desde Balmoral a Edimburgo, en un lento cortejo por las carreteras escocesas durante casi siete horas, entrando en cada uno de los pueblos y dando un rodeo lo suficientemente pausado para que todos los habitantes pudieran dar su adiós a la soberana. Aquellas imágenes de la BBC recordaban a las que cada año se ven en la televisación del Tour de Francia, pero en lugar de los ciclistas atravesando verdes colinas, allí se veía rodar un cortejo fúnebre. No es procaz afirmar que se asistió a un acto de campaña electoral de la monarquía frente a un referéndum que luego el Tribunal Supremo británico declaró ilegal y prohibió realizar, pero en las elecciones generales de ese año, el independentismo escocés tuvo una debacle histórica. Obviamente, hay circunstancias políticas que explican esta derrota, pero la reina, aún muerta, no dejó de hacer su trabajo.
Sin duda, Letizia también trabaja para dejar a su hija Leonor un legado narrativo, un gran relato con el que anhela que reine. Póstumo, claro está, como este último capítulo escrito por la reina Isabel. Al igual que El gatopardo, editado después de la muerte de su autor ya que Lampedusa murió sin ver su libro publicado, obra que sin duda la reina Letizia ha leído con suma atención. No cambió de profesión solo para representar una jerarquía; ejerce el cargo para convertir la información en respuestas.
1 Síndrome de Guernica, Fernando Sánchez Castillo, Fundación Helga de Alvear, Cáceres.